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Enseñar a saludar es enseñar a existir

Saludar no es solo un gesto: es una declaración de presencia, respeto y humanidad.

En la escena habitual de un niño escondiéndose detrás de su madre mientras alguien lo saluda, hay mucho más que timidez. Lo que se juega en esos segundos no es solo una cuestión de etiqueta. Es algo más básico. Más urgente. Más humano. Enseñar a un niño a saludar es, en realidad, enseñarle a decir: “Estoy aquí”. Y eso —en un mundo saturado de pantallas, de escapes fáciles, de conversaciones sin alma— es casi un acto de resistencia.

El saludo como acto de presencia

No se trata de buenos modales. Tampoco de educación victoriana. Enseñar a saludar no es obligar a un niño a besar mejillas sudadas ni a recitar fórmulas de cortesía que no entiende. Se trata de algo mucho más sencillo y, al mismo tiempo, mucho más profundo: mirar a los ojos. Reconocer al otro. Habitar el momento.

En una época donde incluso los adultos saludan sin levantar la vista del celular, enseñar a un niño a mirar con intención es darle una herramienta para existir con presencia. Un saludo claro, con una mano limpia, un par de bombeos seguros, no es una fórmula vacía. Es una declaración de identidad. Es el niño diciendo: “Estoy aquí. Te veo. Me ves”.

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Lo que revela un apretón de manos

Mucho se ha hablado de lo incómodo que puede resultar imponer saludos físicos. Y es válido. Ningún niño debería ser forzado a besar a quien no quiere, ni a tocar si no lo desea. Pero incluso en ese límite, hay maneras de enseñar respeto, conexión y humanidad.

Una sonrisa. Un gesto con la cabeza. Un “hola” tímido, pero genuino. Todo eso basta. Todo eso enseña algo esencial: que vivir en sociedad implica reconocer la existencia del otro. Y que, incluso si se tiene vergüenza, hay formas propias de hacerse presente.

Un apretón de manos infantil puede ser torpe. Puede ser húmedo, incluso. Pero si va acompañado de una mirada franca, de un saludo audible, de una actitud que diga “te reconozco”, entonces ese gesto se vuelve un acto civilizatorio. Una miniatura de la sociedad que queremos habitar.

Más allá del protocolo

Insistir en el saludo no es nostalgia. No es querer que las cosas sean como antes. Es simplemente entender que hay valores que no pasan de moda: la cortesía, la empatía, el respeto. No como obligaciones externas, sino como modos de habitar el mundo.

Un niño que saluda bien no es un robot de buenos modales. Es un niño que entiende que los vínculos se tejen en los detalles. En cómo se entra a una sala. En cómo se recibe a alguien. En cómo se hace sentir al otro bienvenido.

Y esa habilidad —la de conectar— vale más que mil talleres de habilidades blandas cuando crezca. Porque quien sabe saludar sabe escuchar, sabe mirar, sabe estar. Y eso, en estos tiempos, es casi un superpoder.

Cómo enseñar sin imponer

Nadie aprende a saludar por obligación. Se aprende por imitación. Por repetición. Por contexto. Un adulto que mira a los ojos, que dice “buenos días” con claridad, que se detiene aunque sea un segundo para conectar, está modelando algo que se graba más hondo que cualquier regaño.

Por eso, más que exigir, hay que mostrar. Más que imponer, hay que invitar. Y celebrar cada pequeño intento. Cada saludo medio torpe. Cada contacto visual breve. Porque ahí comienza la construcción del otro. Del respeto. Del vínculo.

El saludo como punto de partida

Saludar bien no es una meta. Es un punto de partida. Es lo que ocurre antes de todo lo demás. Antes del juego. Antes del trabajo. Antes de la conversación. Es el umbral que dice: “aquí comienza algo”.

Y enseñar a un niño a cruzar ese umbral con dignidad, con respeto, con presencia, es regalarle una herramienta para toda la vida. No para que sea educado. Sino para que no se pierda. Para que no se desconecte. Para que no se vuelva invisible.

Porque en este mundo hiperconectado y, al mismo tiempo, profundamente aislado, un niño que sabe decir “hola” mirando a los ojos es una señal de esperanza. Una prueba de que la humanidad, esa cosa frágil y valiosa, todavía puede enseñarse.

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Papá Manson

Hace ya casi una década que nuestro chanquete de Grey Gardens salió arrancando y se fue a vivir a la playa. Ha sido un sufrimiento volver a ser inmensamente feliz.
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