La motivación no se deja domesticar. No importa cuántas teorías se escriban ni cuántas columnas se llenen en un Excel. Lo que impulsa a una persona a levantarse con energía un lunes puede no moverle ni un músculo al de al lado. Y eso descoloca, sobre todo en un mundo donde se espera que las cosas funcionen como una máquina bien calibrada.
Herzberg y el intento de ordenar el caos
Frederick Herzberg quiso hacer sentido del caos. Su hipótesis era elegante: los factores que causan satisfacción no son los mismos que los que causan insatisfacción. Dividió la jungla en dos columnas. Por un lado, los factores de higiene: sueldo, condiciones físicas, supervisión, clima organizacional. Por el otro, los de motivación: logro, reconocimiento, sentido, crecimiento.
En teoría, si las condiciones básicas están cubiertas, uno no se queja. Pero eso no significa que esté motivado. Y si, además, se le ofrece reconocimiento, entonces sí: florece la motivación. Pero no era tan simple.
Porque en la práctica, las personas no son planillas de cálculo. Son biografías. Historias cambiantes. Con cicatrices, expectativas, altibajos, contradicciones y cambios de ruta. No todos se sienten motivados por lo mismo. Algunos quieren escalar. Otros solo desean no pensar en el trabajo después de las seis.
Alderfer y la motivación como red, no como escalera
Clayton Alderfer propuso una versión más flexible: la teoría ERG. Existencia, Relación, Crecimiento. Como si dijera: no hay que subir peldaño por peldaño. Puedes querer crecer aunque no tengas seguridad. Puedes querer sentido aunque el sueldo sea bueno. Puedes querer conectarte con otros aunque estés cumpliendo metas.
La gracia de esta visión es que no hay jerarquía. No se espera que primero se cubra el sueldo para luego buscar crecimiento. Hay personas que están dispuestas a renunciar a todo por una causa. Y otras que prefieren una rutina estable y predecible. Ambas opciones son válidas.
Las motivaciones que no caben en un PowerPoint
La motivación no siempre viene en forma de bono ni de palabras de aliento. A veces, lo que motiva es algo tan sutil como un cambio de horario. Una mirada de respeto. Un proyecto que se siente propio. A veces, lo que empuja a quedarse no es el ascenso prometido, sino la sensación de que lo que se hace tiene sentido. O simplemente, que hay libertad.
Por eso, intentar aplicar una fórmula única para motivar a todos suele ser una receta para la frustración. Porque no se trata solo de diseñar beneficios, sino de escuchar. De leer entre líneas. De saber que, a veces, lo que parecía menor puede ser decisivo.
¿Qué motiva de verdad a las personas?
La respuesta es: depende. Depende del momento vital. Del entorno. De la historia previa. De lo que se perdió y de lo que se sueña. Una persona recién egresada puede querer experiencias. Diez años después, puede querer estabilidad. Y más tarde, puede volver a querer aventuras.
Lo único que parece mantenerse es esto: nadie quiere sentirse una pieza descartable. Nadie quiere vivir apagando incendios en una oficina sin ventanas. Nadie quiere pasar su vida entera en piloto automático.
El trabajo como parte del relato personal
Hoy, más que nunca, el trabajo está ligado al relato personal. No es solo lo que uno hace, sino lo que uno dice sobre quién es. Y por eso, motivar no es empujar, sino conectar. No es presionar, sino alinear. No es controlar, sino ofrecer espacios donde haya margen para lo humano.
Quien quiera motivar a otros, tiene que aprender a hacer preguntas. A detectar patrones. A cambiar de estrategias. A dejar de asumir que todos quieren lo mismo. Y a recordar que la motivación no se impone: se cultiva.
¿Y si se parte por preguntar?
En vez de diseñar un sistema perfecto, tal vez la clave esté en hacer espacio para la conversación. En validar que cada uno tiene un mapa distinto. En permitir que las personas redibujen sus prioridades sin ser juzgadas.
Porque lo que motiva cambia. Porque lo que ayer era importante, hoy puede haber perdido sentido. Porque a veces se necesita reconocimiento. Y otras veces, solo silencio.
Claves para líderes y equipos que quieren entender el pulso real
- Escuchar más que diagnosticar.
- Preguntar sin miedo qué necesita cada uno.
- No asumir que lo que motiva a uno, motiva a todos.
- Validar que las motivaciones cambian con el tiempo.
- Dejar espacio para el crecimiento, incluso cuando hay incertidumbre.
Y, sobre todo, entender que la motivación no es una herramienta para aumentar la productividad. Es una señal de que hay algo que vale la pena. Y eso, al final del día, es lo único que puede sostener una cultura de trabajo sana.