Cuando me preguntan a qué me dedico y respondo que cuido a mi hija, la mayoría de las veces escucho un “ah, es dueña de casa”, dicho con ese tono que minimiza lo que realmente implica ese rol.
Al principio, yo también lo subestimaba. Sentía que no estaba haciendo nada. Pasar de ser una mujer independiente, que siempre trabajó, a estar en casa todo el día fue un golpe duro.
Comencé a trabajar a los 17 años, mientras aún iba al liceo por las tardes, y desde entonces no me detuve. Durante años, no tomé vacaciones. Estudié en horario vespertino. Mi último trabajo fue en un estudio jurídico topísimo, uno de los más prestigiosos de la zona. Me encantaba ese trabajo. Siempre impecable: bien vestida, bien maquillada, recorriendo tribunales, Conservadores de Bienes Raíces, la Ilustrísima Corte de Apelaciones. Me codeaba con jueces, abogados, procuradores. Estaba en mi mundo.
Hasta que, de un día para otro, todo eso desapareció.
El trabajo se esfumó. La rutina cambió. Me vi en casa, sola, todo el día.
Además, nos mudamos de ciudad, sin red de apoyo. Completamente sola.
No fue fácil.
Pasé mucho tiempo enojada y frustrada. Me costó aceptar esta nueva etapa: llevar a mi hija a terapia todas las semanas, ir a dejarla y buscarla al jardín, cumplir con tareas que mandan desde ahí —donde he tenido que dibujar, pintar, y soy cero manualidades—, encargarme de la casa y de nuestros gatos, que también demandan atención.
Todo eso, día tras día, sin pausas, sin reconocimiento, sin sueldo.
Pero con el tiempo, algo se acomodó adentro. Reflexioné. Me pregunté: ¿qué elijo hacer con esto?
Tenía dos opciones: seguir aferrada al pasado o abrazar el presente.
Elegí lo segundo. Decidí mirar desde otro ángulo, desde la gratitud.
Gratitud por poder estar con mi hija, verla crecer, acompañarla sin correr, sin culpa ni apuros.
Comprendí que lo que he entregado por mi familia es, quizás, lo más importante que he hecho en toda mi vida.
Después de todo, formar una familia siempre fue mi sueño.
No sé si esta etapa durará para siempre. Pero es la que estoy viviendo ahora, y la estoy abrazando.
Y hoy, con la frente en alto y el corazón lleno de orgullo, digo:
Sí, soy dueña de casa.
Si estás leyendo esto y atraviesas una experiencia similar, quiero decirte algo:
Tu valor no disminuye por haber puesto a tu familia en el centro.
Al contrario. Estás haciendo algo profundo, valiente y extraordinario.
Y mereces sentirte inmensamente orgullosa.
Dueña de casa y a mucha honra. Bellísima columna. Me encantó El enfoque hacía el tener un sentido de gratitud ❤️
Esta columna conmueve por su honestidad y fuerza. Narra con sensibilidad la transición de una mujer profesional a madre y dueña de casa, un rol muchas veces invisibilizado. Lo más valioso es cómo transforma la frustración en gratitud, y el silencio en orgullo. Una reflexión necesaria que dignifica el cuidado y nos recuerda que el amor también es trabajo.
Admirable! 🫶🫶💕