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Sobre evangélicos, sindicatos y psicólogos

Una crónica desde la trastienda del clásico restaurant Rincón Oriental de Antofagasta.

Algo conozco sobre el rubro de la comida China.

Durante el invierno y primavera de 2005, trabajé como garzón en un distinguido restaurant de comida cantonesa en Antofagasta, el cual se encontraba en plena calle Washington, entre las avenidas Sucre y Bolívar, una ubicación totalmente central, adyacente a plaza Colón y contigua a los cuarteles generales de la antiguamente nombrada Policía de Investigaciones de Chile (ahora PDI).

Aquel comedor de comida asiática llamado “Rincón Oriental”, era unos de los pioneros de su rubro y abrió sus puertas justo cuando la Minera Escondida comenzaba sus primeras faenas, suceso que de alguna forma cambió el estándar de consumo de alguna parte de la población.

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Según su dueña, quien bordeaba los 60 años, y quien venía desde el agro chino, los primeros años de vida del negocio habían sido extraordinarios, siendo una muestra inequívoca de esa declaración, el edificio de 5 ó 6 pisos donde ahora se encontraba el restaurant, y cuya moderna arquitectura y construcción habían sido financiadas de manera íntegra con las ventas del negocio.

En aquel tiempo, aún el local conservaba gran parte del prestigio de antaño y era considerado dentro de los “imperdibles” de la gastronomía local, aún y a pesar de la cruda competencia de locales de mayor presupuesto y cuyas siutiquerías importadas en gran medida desde Santiago, actualizaban el panorama de una ciudad que poco a poco crecía bajo el alero de la ingente industria de la extracción de minerales.

Yo era un completo neófito en el oficio de garzonear, por lo cual de manera rápida y diligente, tuve que actualizar mis habilidades para sobrevivir en un rubro donde hay que ser lo suficientemente avispado para no ser víctima de un perro muerto, semi atleta para aguantar una jornada de 8 horas subiendo y bajando escalas desde la cocina hasta el segundo piso con bandejas llenas de platos servidos y calientes, y afable para soportar a todo tipo de comensales, muchos de los cuales tenían el bolsillo y traje de un gerente y la forma de ser, similar a la de un guarén en celo.

Para muestra, tres botones:

a) Unos evangélicos…

Aquel día llegó un culto evangélico formado por cerca de 20 personas, las cuales ocuparon el salón “E”, el cual era un salón privado que contaba con todas las comodidades posibles.

A la cabeza de la mesa se plantó el pastor quien lucía un impresionante y elegante terno de casimir azul, cuyo valor yo calculaba en esos años en $ 200.000.-. A su lado se sentó la esposa, quien era una vieja sacada de un catálogo de lencería para mujeres de 40 años o más. Un largo, liso y oscuro pelo negro, contrastaba con su blanco cutis y unos tremendos ojos verdes que podían encandilar a cualquiera a 10 metros de distancia.

La pareja mostraba y demostraba una innegable posición social alta y distinguida, la cual fusionaban con una insoportable soberbia a la hora de pedir el menú y los bebestibles. Los demás compañeros de mesa eran de extracción social muy humilde, lo cual quedaba en evidencia al comparar la vestimenta de éstos pues, mientras los líderes del culto parecían conductores de noticias de los 80’s, los demás mostraban unos trajes brillantes por el cebo acumulado por los años en el caso de los varones y unas largas faldas grises sumadas a blusas amarillentas de tanto lavado anterior en el caso de las damas.

Luego de los rezos y cánticos carismáticos de rigor, vino una gran cena, donde no escaseó nada. Al momento de solicitar la cuenta, me pude percatar que la famosa comida sería pagada entre todos los presentes en partes iguales. Nunca hubo un gesto, una ayuda por parte de los líderes que evidentemente tenían más recursos que sus feligreses, quienes de manera incuestionable, estaban ahí con suerte para pagar su parte y poder pagar la micro de vuelta.

El encargado de reunir el fondo fue el pastor, quien dejó a mi haber la extraordinaria propina de $ 0.- Antes de retirarse aquella pequeña tribu, su jefe se dirigió a mí, con una voz digna de un ángel al servicio del altísimo, pero con papas calientes en la boca:

– muchachito por favor guárdame esos arrollados primavera que me los llevo a mi casa… no es bueno botar la comida que nos da el señor.

b) Un sindicato…

Era un martes a eso de las 13:00, cuando llegó al restaurant un grupo de unas 25 personas, todas muy ruidosas y vestidos todos de manera igual, pues estaban ataviados con camisas y pantalones color caca de guagua. Ocuparon el salón más grande del local, el cual quedaba en el tercer piso. Eran parte del Sindicato N° 1 de Minera Escondida.

Al llegar, solicitaron que fueran atendidos por lo menos por 3 garzones, pues tenían poco tiempo y debían estar a las 15:00 en una reunión de importancia. La dueña del local aceptó la solicitud, pues seguramente sería una venta de importancia, lo cual para un día de semana era extraordinariamente bueno.

El grupo era liderado por un par de señores que bordeaban los 50 años, y quienes no paraban de hablar de negociaciones y de que si los weones no aceptaban las demandas paraban la mina y quedaba la cagada. Los demás invitados asentían con la cabeza gacha, mientras se zampaban los wantanes, los umai, los trozos de cerdo cantonés rebozado en masa y los chapsui de camarón ecuatoriano.

En realidad la conversación era un diálogo cerrado entre los cabecillas de la tropa, quienes trataban de mierdas y vendidos a algunas gentes que obviamente no comulgaban con el proceso de negociación que ellos lideraban. Luego de más de una hora, solicitaron a mi persona la cuenta la cual ascendió a $ 155.600.- (aún lo recuerdo).

Al llevarles el valor, se paró uno de los líderes y me dijo que necesitaban factura, ante lo cual lo llevé a la caja para realizar el trámite. En el transcurso de toda esta comida, yo y los otros dos garzones, sacábamos la cuenta que cuando nos darían por atenderlos de manera exclusiva. Bernabé, quien era el garzón más viejo pensaba que sería un mínimo de 10 lucas (tres lucas para cada uno y la sobrante al azar), yo decía que nica, que debido al monto dejarían 5 lucas a cada garzón.

La verdad es que la propina fue de $ 800 en monedas de 100 y 50 pesos. No pude ocultar la cara de culo, cuando me pasaron las monedas, por lo que supongo que el líder de ellos sintió que nos debían una explicación, la cual fue la siguiente:

– cabrito disculpa lo poco, pero no tenemos ni uno ahora, estamos en plena negociación colectiva con la minera.

c) Un psicólogo…

Esto sucedió un día domingo, el cual era por lejos el mejor día de la semana en cuanto a propinas. (más menos $ 15.000). Yo estaba recién en mi segundo mes de trabajo y me tocó atender a un prestigioso psicólogo de Antofagasta de quien sólo nombraré las iniciales para no revelar su identidad. Su sigla es P.R. (P de Petar + R de Radic).

Este descomunal profesional de la salud mental, era un cliente habitual del Rincón Oriental, pues iba al menos una vez por semana. Luego de varios días en que lo vi llegar, sin tocarme como cliente, en aquella jornada tuve el placer de atenderlo a él y a la que imagino era su familia.

Se ubicaron en la mesa central del segundo piso, la cual tenía una bonita bandeja giratoria al centro y la cual alcanzaba para 6 u 8 personas. Todo comenzó bien, pues pidieron lo de costumbre, es decir, los típicos wantanes, arrollados de primavera y empanadas de camarón. Luego de esto comenzaron a pedir de a poco los platos pues no todos tenían decidido qué comerían.

Este detalle no sería tan importante, a no ser, porque la cocina estaba en la planta baja y que cada pedido significaba caminar, subir y bajar escaleras equivalentes a unos 30 metros por viaje. Luego de unos 15 viajes, empezó el problema de las bebidas gaseosas, pues al parecer no entendían que éstas debían pedirse todas juntas y no de a una.

Toda esta situación fue monitoreada de manera prepotente y bulliciosa por P.R., quien me decía cada cierto rato que, él era uno de los clientes más antiguos y que conocía a la dueña en persona. Ante mi total falta de respuesta a sus reclamos, me pregunta si yo no sabía quién era él, ante lo cual respondí con un sólido no.

Hasta ahí llegó la comida dominical, con una cuenta voluminosa y con dos monedas de $ 100 tiradas sobre las servilletas de género de la mesa a manera de propina.

Años después supe que el famoso P.R. fue funado por un grupo de jóvenes por colocar en su publicidad de las páginas amarillas que entre otras cosas él podía curar la homosexualidad.

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Mortiz

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