Otro Público La radio de los que se portan bien
Vibe Check #4 Ryan Taylor
¿Qué se podía hacer a los 10 años, en pleno 1986?.
Ser niño en el Chile de los 80’s, era como ser víctima de una mala broma. Los que crecimos en esa época, fuimos parte de una generación bisagra, que al igual que las que existen en las puertas, sirvió para dejar atrás la oscura década anterior, marcada a fuego por el golpe militar y al mismo tiempo ver desde lejos la esperanza que traían los años noventa y su falsa luz de modernidad.
Lamentablemente, la infancia de esa década, al igual que la bisagra, tuvo que vivir en una eterna ambigüedad de luz y sombra, de esperanza y desazón, de blancos y negros. Siempre lejos de la oscuridad de los 70’s, y siempre lejos del optimismo de los últimos dos lustros del siglo XX. Por eso Chile, en esos años era un país de un color plomo venenoso, un país gris.
Los domingos de esa época son el resumen de la oquedad vivida en ese tiempo. Por lo general, el día comenzaba yendo temprano a la misa matutina, esa sagrada institución católica donde semana a semana se podía ver, como los adultos pasaban con algo de culpa, la caña de la noche anterior y como, entre soliloquios y discursos internos se prometían así mismo que nunca más beberían. También, y con solo un poco de agudeza, era fácil identificar como las venganzas hacían una eterna y periódica prórroga en el saludo de la paz, ese mismo saludo que si el azar lo permitía, unía por un momento bajo el techo de la casa de Dios, a un perfecto padre de familia con la que, durante la semana era su amante.
Como después de recibir el cuerpo de cristo, uno siempre quedaba con hambre, venía la hora del almuerzo, que era sin duda lo mejor del día.
Terminada la merienda, casi siempre uno recordaba la gran tarea que no había hecho y que como de costumbre debía ser entregada al otro día, por lo que después de las correspondientes felicitaciones familiares, comenzaba una angustiante navegación en un mar de revistas y periódicos viejos, o bien, si no había otro remedio, el echarle mano a los Icaritos, esos que venían todos los miércoles con el diario la tercera.
Cuando ya caía la noche la cosa se ponía en cámara lenta. El ambiente a eso de las 20:30 era abrumador. Todas las casas del pasaje donde vivía, se preparaban con una cadencia espantosa, para tomar onces comida. Este rito, por lo general se desarrollaba en un comedor silencioso, el cual era alumbrado por débiles ampolletas de 40 watts, con el jefe de familia a la cabecera, y escuchando las lamentables noticias que entregaba la televisión a cargo de José María Navasal o Javier Miranda.
Luego de eso, y en la tranquilidad de la noche, uno comenzaba a pensar en lo que vendría temprano al otro día, ese horrible día que era el lunes, ese lunes que siempre, por lo menos aquel año tenía un protagonista siniestro y malévolo: El inspector Urbina.
El inspector Urbina, era la mezcla perfecta entre un agente de la CNI y un guarén. Para todos los que ese año, cursamos el cuarto básico, en el aspiracional colegio que compartimos, encontrarse con Urbina frente a frente en un recreo, era igual que encontrar y masticar un mojón de gato dentro de una empanada de pino en pleno 18 de Septiembre.
El aludido inspector, era por aquel entonces, el amante protegido de la directora de la institución, por lo que los constantes reclamos por maltrato de parte de alumnos y apoderados, eran olvidados, ignorados o diluidos muy a la usanza de los queridos años 80’s.
Urbina tenía en su maligna mente, un parque de diversiones lleno de pequeñas torturas y humillaciones, de las que mi curso fue su víctima favorita. Famosas eran las técnicas que utilizaba cuando dos compañeros de bancos conversaban entre sí en clases y eran sorprendidos. Para muestra tres botones:
a) La revienta zapallos: Consistía en tomar en cada mano, la cabeza de uno de los alumnos “castigados”, y juntarlas de manera rápida y violenta de manera lateral, con una aceleración tal, que eventualmente uno quedaba aweonao por eternos 30 segundos. Cuenta la leyenda que una vez, Urbina calculó mal, y tuvo que hacer la operación dos veces, teniendo que llevar a un compañero a la posta por un TEC cerrado.
b) La muele orejas: Esa sucedía generalmente en invierno. Este tierno correctivo constaba en colocar una mano abierta en cada oreja del afectado, para luego, con movimientos rápidos combinados en los ejes X e Y, arrugar lo más posible todos los cartílagos cercanos al lóbulo y asiento de la oreja. Cuando era efectuaba de manera correcta, ni siquiera una ola polar podía sacar la sensación de ardor y calor con que quedaba la víctima, en sus pobres pailas.
c) La puerta del metro: Esta era por lejos la peor, y quizás el único consuelo que había, era su rápida aplicación y el sonido, que incluso a veces lograba hacer reír al resto del curso. Se trataba de un golpe a mano cerrada en cada lado de la cabeza de manera simultánea y precisa. Cuando el golpe era bien hecho y en la posición adecuada, la presión ejercida dentro de los oídos dejaba un pequeño pito que podía durar de 3 a 10 minutos.
Aquel año fue estresante para muchos, pero esta vida a la larga siempre entrega justicia, aunque a veces los caminos elegidos son poco ortodoxos.
Una vez, en un temporal de lluvias, de esos que suelen quedar en la memoria más profunda, fuimos testigos de un milagro. La directora de la institución (sí, esa que se acostaba con el inspector), llegó de sorpresa a la oficina de éste. Al parecer una discusión de pareja, se extendió más allá de normal y decorosamente laboral y, en un arranque de ira, la mujer como poseída por Lucifer, comenzó a tirar todos los documentos de la oficina de Urbina, hacia el oscuro barro que el vendaval de agua, había formado en el patio.
Nosotros, alertados por los gritos de la trifulca, nos acercamos de manera silente y sigilosa, para poder ver lo que pasaba. Fue ahí cuando fuimos testigos de las vueltas que da esta vida. Entre la condensación acumulada en los fríos vidrios de aquel invierno crudo, vimos a Urbina en cuatro patas tratando de recoger sus documentos y de paso su orgullo, mientras la mujer fuerte del colegio lo injuriaba a chuchada limpia.
Los que fuimos espectadores de esa escena, pudimos sentir entonces un extraño sentimiento, algo que a esa tierna edad aún no conocíamos. Era la satisfacción de la revancha, esa que por nuestra poca edad y estatura no éramos capaces de obtener por nuestros propios medios.
Poco tiempo después nuestro querido inspector se fue, con lo cual el ambiente mejoró notablemente, y como, las personas pasan y las instituciones quedan, en un par de meses nadie recordaba a aquel oscuro personaje de 1986.
Hace algunos años, uno de mis ex compañeros me contó que había vuelto a ver a Urbina, el cual ahora manejaba un colectivo. Según él, físicamente seguía muy parecido, pues usaba el mismo peinado a la gomina hacia atrás, con ese bigote delgado tan común en los agentes de terror de hace 30 años. Mi compañero me contó con un poco de vergüenza, que no pudo aguantar las ganas de hacer sentir a este tipo por lo menos algo, de lo que él le hizo pasar cuando era niño, así cuando pudo alcanzarlo en un semáforo en rojo, le tocó la bocina los 45 segundos que duraba la luz.
Mi amigo me dijo que Urbina no entendía nada, que estaba desesperado, por lo que bajó de su colectivo a insultarlo. Cuando nuestro antiguo inspector llegó a la ventanilla de mi ex compañero, le reclamó que lo denunciaría, que no sabía con quien se estaba metiendo, que tendría que pagar los gastos médicos por el zumbido que ahora tenía en sus oídos. Fue ahí cuando mi amigo cerró su círculo, con ese ruido espantoso en los tímpanos de nuestro querido inspector Urbina, el mismo zumbido que quedaba cuando una puerta del metro se cerraba sobre tu cabeza.
Escrito por Papá Manson
castigos escolares Chile años 80 colegio chileno crónica personal cultura católica educación en dictadura humor negro Icaritos infancia en dictadura inspector escolar José María Navasal justicia poética nostalgia ochentera recuerdo escolar trauma infantil
Comentarios de las entradas (0)