Mortiz

El Moulin Rouge de Atacama

todayjulio 5, 2025 13 36 5

Fondo
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Me senté.

Estaba en los sillones rojos del único club nocturno al que mi pequeño bolsillo tenía acceso. Era jueves por la noche. No se puede esperar mucho de un lugar considerado de tercera división, si la jerga del fútbol sirve para explicar la categoría del local. El interior era húmedo y oscuro. En esta especie de microclima, la realidad era confusa pues, debido a la gran cantidad de asistentes, el aire se convertía rápidamente en una atmósfera densa, poblada por olores fuertes y subterráneos: tufaradas de cervezas, cigarros malos, sudor de contratista bajando del turno, chicles de menta y perfumes dulces de mujer.

Cada rincón, estaba plagado y acribillado por luces de diferentes colores, formas e intensidades. A veces la iluminación era tan intermitente que todos los movimientos se veían en cámara lenta, excepto las bailarinas: rociadas con una fuerte luz roja que no hacía sino demarcar las líneas de sus cuerpos desnudos, frente al silente y afiebrado público. Es entonces, cuando las miradas se cruzan, los gestos hacen evidentes las intenciones de artistas y clientes, las invitaciones o desprecios.

De repente es hora de ebullición. Cuando ya no queda lugar disponible de ocupar y el desfile de carne humana femenina llega al cenit.

Las mujeres, casi desnudas, se pasean frenéticas, ofreciendo corta y rápida compañía, a cambio de un trago. Cada vez que un cliente acepta, el local entrega a la “vendedora” una ficha plástica, que al final de la noche cambia por dinero, haciendo de este empleo, un pariente lejano de las pulperías de la pampa nortina. Mientras más fichas, más alta será la comisión al final del turno.

Todo este movimiento bursátil, se desarrolla con un espectáculo de fondo: un rotatorio de bailarinas, turnándose para menear su humanidad sobre un pequeño escenario de madera, rodeado con burdas guirnaldas de colores. Dos barras de metal brilloso sirven como fálicos soportes, donde las artistas deslizan sus cuerpos desnudos en una explosión de sexualidad, que no deja indiferente a nadie.

Por los parlantes, y de manera atroz, cada bailarina es llamada para preparar su show. Es una espantosa mezcla de reggaetón y malas baladas de los 80’s, con una voz gangosa digna de un aeropuerto de provincia.

En algún momento de la noche, el encargado del espectáculo presentó a la bailarina estrella del local, a la cual llamaban Luna.

Luna, era una voluptuosa mujer, que aún no cumplía los 5 lustros de edad. Bella a su manera, su mirada altanera y nariz aguileña, construían un rostro reconocible con facilidad en cualquier lado y a cualquier hora. Su baile cadencioso y elegante contrastaba de manera brutal con lo burdo de su vestuario y accesorios.

Los parroquianos del lugar conocían a Luna, por lo que el show ocurrió en un ambiente tranquilo y sin mayores problemas, excepto al final, cuando un poco astuto universitario se pasó de la raya, y manoseó de manera artera la entrepierna de la diva del local.

La actitud pendeja del estudiante, (que evidenciaba total desconocimiento de las normas de cortesía utilizadas en un strip show), molestó a todos quienes mirábamos el espectáculo, a tal punto que me levanté de mi asiento, para sacar de ahí al futuro profesional, antes de que Luna le clavara su taco aguja en todo lo que se llama cráneo. Pasó algo lamentable: mi reacción no fue tan rápida como la de los guardias del local que tomaron al pobre tipo, dejándolo K.O de manera casi instantánea con sendos golpes de puño al hígado y mentón. Luego de eso, y como si fuera una bolsa de basura, lo lanzaron a la calle, casi inconsciente.

Tras superar el impasse, el show vuelve a la normalidad.

Cuando me disponía a sacar un cigarrillo, uno de los hombres que golpearon al muchacho, se sentó al lado mío, con tranquilidad pasmosa. Alguna expresión tuvo que ver en mi rostro, pues me preguntó molesto: “¿qué pasó amigo? ¿no le gustó que le pegáramos al weón?”.

Sorprendido por todo lo presenciado, decidí ser sincero: “En realidad, creo que no era necesario ser tan brutal, el cabro con suerte tenía 20 años…con echarle habría sido suficiente”. Ante mi respuesta, el tipo me miró con clara expresión de burla, mezclada con una cínica compasión por mí.

  • Mire socio, si cree que nosotros fuimos brutos, agradezca que al weón no lo pilló el jefe, el que se come a la Luna, porque ahí…ahí el weón no la cuenta, no sería primera vez que nos piteamos a uno que se creía vivo.

Ante mi perpleja mirada, el tipo rió a carcajadas y me ofreció una cerveza por querer ayudar a la Luna, la bailarina estrella de esa caverna llena de hormonas, que quedaba en el centro de Antofagasta.

Escrito por Manuel Ortiz

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